Todavía se cuentan los muertos de la inmensa tragedia de Lampedusa. Probablemente serán más de trescientos. Los desaparecidos son quinientos. Se trata de una masacre de enormes proporciones, una masacre anunciada. De hecho, en los últimos años, el Mediterráneo se está convirtiendo, a lo largo de los confines de Europa, en un verdadero y propio cementerio.
Miles son las víctimas que se ahogan en nuestras profundidades. A menudo no tienen nombre. Son mujeres, hombres, niños que escapan de la miseria de un continente, el africano, en el que el capitalismo, ayer en su forma de colonialismo, hoy en su forma neoliberal y post-colonial, se manifiesta en su barbarie, produciendo continuamente guerras, saqueando y destruyendo territorios enteros.
En estos momentos deberíamos sin duda recordar la deuda que tiene Italia con los enfrentamientos de Somalia y Eritrea, los dos países de los que provenía la mayor parte de los refugiados.
En cambio conocemos a los culpables. Éstos residen dentro de las instituciones de esta Europa. Son los que han diseñado y construído la «fortaleza Europa»; los que financian costosos proyectos de seguridad como Frontex, sólo útiles para financiar a las policías de la otra orilla, las que tratan de reprimir las revoluciones en curso.
Los culpables ocupan las principales instituciones italianas. Los que en estos momentos están vertiendo las lágrimas de cocodrilo habituales como el presidente Napolitano cuando, siendo entonces ministro de Interior, introdujo en 1997 en Italia la detención administrativa, sugiriendo el delito de inmigración clandestina, adoptado después por la ley Bossi-Fini, actualmente en vigor, que considera criminales incluso a aquéllos que prestan ayuda en el mar a los náufragos de los barcos de la desesperación.
Los culpables son los que han seguido las formas de racismo más vulgares con el objetivo de dividir a las trabajadoras y trabajadores. Los culpables son los que secundan y administran un sistema que en nombre del beneficio admite la libre circulación de mercancías, servicios y empresas, impide por la fuerza circular a las personas libremente y ofrece de este modo a los empresarios una mano de obra barata y fácil de chantajear.
Por lo demás, como decía Marx en su tiempo, «el criminal no produce sólo el delito, sino también el derecho penal» que lo defiende. Y en este momento, mientras la derecha más racista especula sobre la enorme tragedia, miembros del gobierno se dicen preparados para derogar la ley Bossi-Fini, considerada inadecuada por las instituciones europeas. ¿Para hacer qué? Perseverar en la defensa del culpable.
Así se ha expresado en caliente la comisaria de Interior de la Unión Europea, Cecilia Malms-troem: «Hace falta redoblar los esfuerzos para combatir a los traficantes que se aprovechan de la desesperación humana», y del mismo modo rebaten los principales miembros del centro-izquierda/derecha y del gobierno que apuntan a mayores ayudas para conseguir los «instrumentos más adecuados», obviamente los policíacos.
Sin embargo todos saben que es gracias a las políticas represivas que miles de personas corren el riesgo de morir cada día, conscientes del drama, para escapar del hambre y la guerra. Todo canal diferente es un obstáculo para ellos.
La respuesta a esta inmensa tragedia que azota en el Mediterráneo no puede ser el control cada vez más reforzado de las fronteras, internas y externas de la Unión Europea. Una izquierda digna de ese nombre debe rebelarse contra estas leyes injustas y criminales; debe dedicarse a reconstruir un vasto movimiento por la libre circulación en las fronteras y por un derecho de asilo más amplio y por señalar a los verdaderos culpables.
Una izquierda digna de ese nombre no puede ser más que internacionalista y reconocer como su única frontera la de los explotados y explotadores.
Gippò Mukendi Ngandu, Sinistra Anticapitalista.