A 100 años de la revolución bolchevique, repasamos sus principales enseñanzas.
La experiencia del poder obrero en Rusia duró poco. Fue golpeada por la intervención imperialista y la guerra civil, aislada tras el fracaso de las revoluciones europeas, y finalmente derrotada por la contrarrevolución stalinista. Sin embargo, su legado perdura hasta nuestros días porque nos demuestra que los trabajadores del mundo podemos arrebatarle el volante de la sociedad a nuestros explotadores, podemos auto-gobernarnos democráticamente y podemos construir una mundo mejor que éste, un mundo que valga la pena ser vivido.
La revolución es posible
Nos demuestra también que los cambios profundos que hasta hoy nos quieren hacer creer que son imposibles o muy lejanos de poderse lograr, se pueden implementar de inmediato, cuando alcanzan el poder quienes tienen la voluntad política de hacerlo. Los primeros pasos del gobierno revolucionario destruyeron mito tras mito de lo que se consideraba imposible, infundieron de autoconfianza a los trabajadores del mundo y humillaron a los “posibilistas” de entonces.
Se expropió a los grandes terratenientes y se repartió la tierra a los millones de campesinos que llevaban siglos sobreviviendo, de hambruna en hambruna. Se decretó el control obrero de la producción y la autodeterminación de las naciones oprimidas por el imperio ruso. Mientras en Inglaterra, Francia, Alemania y EE.UU., las mujeres aún no tenían derecho a votar, en la Rusia obrera las mujeres conquistaron no solo el sufragio universal, sino también el acceso estatal y gratuito a los anticonceptivos y el aborto, y se inició la construcción de una red de guarderías, comedores y lavaderos comunitarios para facilitar la participación de las mujeres en el trabajo productivo y en la vida política y cultural. Se erigió el régimen más democrático que la humanidad haya conocido. Obra de la creatividad de las masas movilizadas, los soviets, esos consejos de diputados-delegados elegidos en asambleas y permanentemente revocables, pusieron el poder por primera y única vez en la historia en manos de las masas trabajadoras, que pasaron a incidir directa y cotidianamente en las decisiones políticas, económicas y sociales.
La hacen las masas
La Revolución Rusa es una monumental confirmación empírica de aquella tesis de Marx de que la emancipación de la clase trabajadora debe ser obra de los propios trabajadores. Demostró que el papel activo y protagónico de las masas movilizadas es el elemento imprescindible para la liberación.
Como describió Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa: “El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”.
La experiencia de la primera revolución socialista demostró además lo indispensable que es la democracia obrera. A diferencia de procesos posteriores como China o Cuba, los trabajadores rusos efectivamente gobernaron desde los soviets, incidiendo directamente en la política económica y social. Por este motivo la Revolución Rusa aún sobresale como la principal referencia a la hora de pensar cómo encarar la transformación social que hace falta hoy. Del mismo modo, la Revolución Rusa trágicamente verificó las tesis internacionalistas del marxismo. La degeneración burocrática y la contrarrevolución stalinista que la sepultaron avanzaron sobre la base del aislamiento del Estado obrero tras la derrota de la revolución europea. Si no se expande internacionalmente, la revolución indefectiblemente retrocede.
No triunfa sin partido
Por sobre todo, la insurrección de octubre corroboró la necesidad de un partido revolucionario. En el vacío político que toda revolución genera, se da una inevitable disputa por la dirección y las fuerzas burguesas y reformistas operan para frenar la movilización y restaurar el régimen capitalista. El Partido Bolchevique logró organizar a los sectores más avanzados de los trabajadores para derrotar a esos adversarios y conducir al conjunto de la clase al poder. “Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera”, ilustró Trotsky, que en su texto Lecciones de Octubre afirma lo imprescindible que es el partido revolucionario: “ha quedado demostrado que, sin un partido capaz de dirigir la revolución proletaria, ésta se torna imposible. El proletariado no puede apoderarse del poder por una insurrección espontánea”.
Incluso relativiza la importancia de los soviets en la revolución, resaltando, por un lado, que las formas orgánicas que le sirvan a los trabajadores movilizados bien pueden variar; y por otro lado, que mientras los soviets sean dirigidos por partidos no revolucionarios, estos no se tornan en órganos de poder de la clase obrera.
Cómo tiene que ser ese partido ha sido objeto de amargas polémicas a lo largo de las décadas, y no está de más rescatar las características centrales del Partido Bolchevique que le permitieron desempeñar con éxito su papel revolucionario. En primer lugar, era un partido de revolucionarios profesionales. Esa obsesión de Lenin de que el partido se estructurara en torno a militantes que hacían de la política su actividad central. En segundo lugar, se basaba en un claro programa socialista y revolucionario. Tercero, tenía un régimen interno que combinaba la más abierta libertad de discusión democrática, con la más disciplinada unidad en la acción. Estos rasgos dotaron a los bolcheviques de la necesaria flexibilidad táctica, sensibilidad hacia el movimiento de masas y firmeza de principios para navegar el torbellino del proceso revolucionario y vencer en la encarnizada disputa por dirigirlo. Finalmente era consecuentemente internacionalista. Dedicó sus mayores esfuerzos al intento de expandir la revolución, fundando la Internacional Comunista en 1919.
Estas lecciones, tan valiosas hoy como hace un siglo, constituyen el mayor legado de la Revolución Rusa.
Federico Moreno