La Convención Nacional Republicana finalmente consagró a Donald Trump como su candidato presidencial. Analizamos el alcance y las consecuencias del ascenso político de este nefasto personaje.
En el discurso con el que Trump lanzó su candidatura el 16 de junio del año pasado, declamó que se lanzaba, entre otros motivos, para salvar a los EE.UU. de los inmigrantes mexicanos que “traen drogas, traen crimen, son violadores”.
Además de sus desbocadas xenófobas, el tema central en discusión sobre la celebridad billonaria era si su postulación era sensata o una mera jugada mediática. El propio Partido Republicano no tomó en serio la postulación del magnate. Sin embargo, Trump fue superando y despachando, uno por uno, a los gobernadores y senadores a los que el partido apostaba.
Trump conquistó la base republicana con un perfil de hombre fuerte independiente de la casta política, explotando los prejuicios nacionalistas, racistas y anti-inmigrantes que esa misma clase política sembró durante años.
No es un fenómeno aislado. En el mundo atravesado por la crisis sistémica que transita el capitalismo desde 2008, partidos tradicionales de ambos flancos del “centro” político vienen aplicando fuertes ajustes neoliberales. Donde surgen alternativas por izquierda, éstas canalizan parte importante de la ruptura que esas políticas generan. Es el caso en España con Podemos o en el propio EE.UU., con la campaña que hizo Bernie Sanders en la primaria demócrata.
En otros casos, son fuerzas “populistas” de derecha, como el Frente Nacional francés o el Partido de la Libertad de Austria las que aparecen como alternativa ante la desilusión masiva con esas castas políticas, culpando además a inmigrantes y musulmanes por el deterioro de las condiciones de vida.
Quizás de manera más clara que en otras partes del mundo, en EE.UU., el establishment que Trump dice enfrentar le allanó el camino. El Partido Republicano ha construido una base masiva para su política corporativa, neoliberal y antipopular apelando a la defensa de valores conservadores supuestamente amenazados por inmigrantes, musulmanes, negros y homosexuales.
Pero esa base electoral, hombres blancos de clase media, viene perdiendo peso en la medida que se achica la clase media, crece la población latina y la mayoría del electorado es femenino. Los republicanos dependen de lograr movilizar una base electoral en descenso. Trump logró esto mejor que sus competidores apelando de manera más abierta y directa al racismo y el nacionalismo que el Partido Republicano (y el demócrata, vale la aclaración) viene cultivando. Sus posiciones más escandalosas gozan de un apoyo abrumador entre los republicanos más comprometidos que votan en las primarias.
Entre el 88 % y el 95 % de los que votaron a Trump en las primarias apoyan sus propuestas de prohibirle a los musulmanes entrar a EE.UU., construir un muro en la frontera con México y deportar a todos los “ilegales”. Pero, además, nada menos que un 63 % de los que votaron a alguno de los otros candidatos en las primarias republicanas, también apoyan estas medidas.
Estas políticas, sin embargo, son minoritarias en la población general. Preocupación que comienzan a mostrar los republicanos, viendo que todas las encuestas lo muestran a Trump varios puntos debajo de Hillary Clinton. Irónicamente, el mejor servicio a la campaña republicana lo brinda ella. Clinton es, quizá, la representante más cabal de Wall Street. Su candidatura es desmovilizadora de la base demócrata en general, y repulsiva del sector más dinámico que se movilizó en torno a la precandidatura de Bernie Sanders.
Esa es la otra expresión de la masiva ruptura anti-establishment en curso en EE.UU. Es mucho más amplia que la que sigue a Trump, y tiene el desafío de canalizar ese proceso hacia la construcción de una alternativa política al bipartidismo corporativo que representan Trump y Hillary.
Federico Moreno