Al final perdió Trump por dos millones de votos. Sí, así es. Perdió, pero gracias al sistema del colegio electoral -diseñado en el siglo XVIII para darles mayor poder a los Estados esclavistas menos poblados- Trump va a jurar el 20 de enero como presidente de los EE.UU. Es la cuarta vez en la historia del país que un candidato pierde el voto popular pero gana la elección. El último fue George W. Bush en el 2000. Un saludo a “la mejor democracia de mundo”…
Igualmente, los 62 millones y medio de votos que logró y que le alcanzaron para llegar a la Casa Blanca dejaron atónitos a analistas y comentaristas del mundo entero, que aún discuten cómo pudo ganar este nefasto personaje y qué consecuencias tendrá. Trump supo leer la situación de bronca y desilusión generalizada contra la casta política a la que la gente responsabiliza (correctamente) por el pronunciado deterioro en sus condiciones de vida desde la crisis de 2008. También supo aprovechar la crisis en el régimen político yanqui, que se venía desarrollando entre bambalinas y explotó en el escenario mundial con esta elección. Dicha crisis le impidió al Partido Republicano unificarse detrás de un candidato propio y permitió que este outsider le arrebatase la candidatura. Esa misma crisis llevó al Partido Demócrata a refugiarse en la dinastía Clinton, con la candidata que más cabalmente representa a la casta política contra la cual millones se rebelan en Norteamérica.
Trump dirigió su campaña contra ese establishment. Se apoyó en los sectores más atrasados, que fácilmente culpan a inmigrantes, musulmanes, negros o mujeres por los problemas sociales, y acentuó esos mensajes xenófobos, racistas y machistas. Pero sacó millones de votos de gente a la cual ese mensaje no le cuaja. Y lo hizo planteando lo que sus contrincantes republicanos primero, y Clinton después, no podían ni esbozar: le habló directamente a los problemas económicos de los trabajadores y prometió soluciones concretas. Se comprometió, por ejemplo, a abandonar los acuerdos de libre comercio que generaron el traslado de empresas a otros países y la pérdida de millones de empleos en las últimas décadas. Dijo que impediría que más empresas se trasladen hacia el exterior y que haría volver a las que se fueron, para generar millones de puestos de trabajo genuino y de calidad…
Su gabinete: más leña al fuego
Pero la asunción y el mandato de Trump ya se ven complicados. Primero, porque su triunfo despertó el repudió masivo a sus políticas retrógradas, que se expresó en movilizaciones multitudinarias durante varios días desde la elección y que avizora dos días de protesta nacional: el 20 y 21 de enero cuando asuma. Pero también porque va a ser muy difícil que cumpla sus promesas de campaña, cuestión que puede provocar una rápida desilusión popular.
El gabinete que viene armando expresa estas contradicciones. De por sí el proceso de selección de cargos viene lento y cruzado de polémicas, escándalos y renuncias. La selección de hombres -y solo dos mujeres hasta ahora- también refleja las contradicciones que afronta Trumpo. Para varios puestos clave ha nombrado a ultraconservadores como Stephen Bannon, antiguo CEO del portal de noticias ultraderechista Breitbart News. Referente de la “derecha alternativa”, considerada heredera moderna del supremacismo blanco, Bannon será el principal asesor de la Casa Blanca. Por otro lado, ha tenido que darle lugar al establishment republicano, la misma casta política que prometió sacar del poder durante su campaña. El presidente del Partido Republicano, Reince Priebus, será jefe de gabinete.
La realidad del peso de ese establishment y la naturaleza demagoga de sus promesas electorales obligaron a Trump a relativizar sus propuestas más atrevidas. Recular de medidas como construir el muro fronterizo con México, prohibirles la entrada al país a los musulmanes y deportar a todos los inmigrantes indocumentados puede impacientar a su base más reaccionaria. Pero el problema central que va a enfrentar Trump es la imposibilidad de implementar medidas que mejoren la situación económica de los trabajadores y la clase media o debiliten el poder de la casta política de Washington.
De las promesas a la realidad
La primera propuesta del plan de Trump para sus primeros 100 días en el gobierno es proponer una enmienda constitucional para imponer límites de mandatos a los legisladores. El líder de la mayoría senatorial Mitch McConnell dijo que esa propuesta “no estará en la agenda del Senado”. El senador también dijo que los planes de obras públicas de infraestructura que Trump propone para generar trabajo no son una prioridad. El recorte impositivo que impulsa Trump beneficiaría al 1% más rico al que él mismo pertenece, aunque también pretende aliviar a la clase media. Pero los legisladores republicanos respaldan el proyecto de ley del presidente de la cámara baja, Paul Ryan, que “otorgaría el 99,6% del total de sus recortes al 1% más rico”[1].
El ambicioso plan de Trump para repatriar las industrias deslocalizadas también ha recibido un baldazo de agua fría. En primer lugar porque, al tratarse de promesas vacías para lograr votos, carece de mecanismos para obligar a las empresas a quedarse o a volver. También porque aunque vaya a congelar las tratativas de los acuerdos Transpacífico y Transatlántico -que ya venían con bastantes obstáculos- no tendrá el respaldo de Washington ni de Wall Street para retirar a los EE.UU. de los acuerdos de libre comercio ya vigentes. Además, aunque logre mantener a algunas empresas en el país, e incluso si lograse repatriar a algunas otras, esto no tendría el gran efecto sobre el empleo que pregonaba en su campaña.
Aunque la industria estadounidense ha perdido 7 millones de puestos de trabajo en los últimos 35 años, la producción ha aumentado, no disminuido, en ese período. De hecho, la manufactura representa un tercio del PBI y el principal sector de la economía. Según la Reserva Federal, las fábricas en EE.UU. hoy producen el doble que en 1980 con un tercio menos de trabajadores. Entonces, la dislocación es en parte responsable de la pérdida de puestos de trabajo industriales, pero mucho más lo es el agudo aumento de la productividad y la explotación de la clase obrera yanqui. Por ende, repatriar algunas empresas le podría significar un buen titular a Trump, pero no implicaría un cambio cualitativo para los trabajadores.
La desilusión masiva que surgirá al constatarse que la presidencia de Trump no mejore, e incluso empeore, las condiciones de vida de los trabajadores, tiene la capacidad de alimentar el rechazo y la bronca que sus políticas retrógradas ya provocan en grandes franjas de la población. A la izquierda norteamericana, entonces, se le abren mejores perspectivas para avanzar.
Federico Moreno
[1] Nota del Washington Post, titulada “El populismo de Trump a punto de un rudo despertar”.