Cuando el 19 de diciembre del 2001, en una Argentina cruzada por centenares de saqueos, que se extendían por el país y se generalizaron en los municipios del Gran Buenos Aires, el ex presidente De la Rúa lanzó el Estado de Sitio, todo estalló.
Sonaron las cacerolas y desde cada barrio de Capital y de muchos puntos del conurbano bonaerense se inició una marcha espontánea, multitudinaria, hacia la Plaza de Mayo.
Como nos relata A. Bodart en su artículo «La revolución de las cacerolas» (1): «A la una de la madrugada la Plaza está colmada, igual que el Congreso y las principales arterias céntricas. Pero una marea humana sigue llegando. Al rato, la represión. La gente no cede y enfrenta. Arden barricadas. Decenas de miles avanzan y retroceden hasta que desbordan a la policía. Otra vez se recupera la Plaza. A las tres se anuncia que cayó Cavallo. Pero la decisión es seguir hasta que se vaya De la Rúa».
El 20 continúa y se define la pelea: «…A las dos de la tarde ya son varias decenas de miles. Se reinicia la represión. Pero los luchadores tienen la firme decisión de enfrentarla, aún a costa de la vida. Durante horas arrecian los combates. Hay barricadas en varias cuadras a la redonda…»(…) «Llueven piedras y todo elemento es útil para contener los embates represivos. Los grupos de élite y la Gendarmería no pueden salir de Plaza de Mayo. De la Rúa se niega a renunciar y llama al PJ a sumarse al gobierno. Pero su suerte está echada…» y «a las 19 hs. renuncia…» Se calcula en más de 600.000 los movilizados en esas jornadas.
El vacío de poder y los cinco presidentes
El carácter espontáneo y semi insurreccional del movimiento dejó en órsay a la mayoría del establishment político. Todos aquellos que se habían esforzado por contener la situación explosiva que el 13 de ese mes se había expresado en un parazo nacional, el gobierno de la Alianza (UCR-Frepaso), el PJ, los gobernadores, la CGT, la CTA, las fuerzas de seguridad del Estado, etc., entraron en shock. Como si una aplanadora les hubiera pasado por encima sin aviso previo. Solo un sector de la izquierda y la vanguardia luchadora entre los que se contó nuestro MST, estuvieron a la altura de las circunstancias y del combate planteado. Nuestra prensa Alternativa Socialista había titulado en su tapa unos días antes «Se viene el estallido».
El 21, asume Ramón Puerta el presidente provisional del Senado del PJ (el vicepresidente, el líder del Frepaso «Chacho» Álvarez había renunciado meses atrás tras un escándalo de corrupción). El 23, la Asamblea Legislativa nombra a Rodríguez Saá y un nuevo levantamiento popular el 28 lo obliga a renuncia, cuando tras un primer mensaje populista intenta perpetuarse en el poder, anulando las elecciones previstas para marzo y presentándose rodeado de personajes totalmente desacreditados como Grosso, Menem o los burócratas cegetistas. Al grito de «que se vayan todos…», que ya había resonado el 19 y 20, más de 100.000 protagonizan otra heroica jornada.
La crisis era tan aguda que esta vez Puerta, que seguía en la línea sucesoria, se niega a hacerse cargo, asumiendo la presidencia interina el titular de Diputados, Eduardo Camaño del PJ. Finalmente, el 2 de enero una nueva Asamblea Legislativa designa a Eduardo Duhalde, quién había perdido las elecciones dos años atrás con De la Rúa, como nuevo presidente.
Fueron días en que el poder real estaba en las calles. El poder estuvo «al alcance de la mano» y no hubo nadie capaz de asumir la conducción del movimiento para tomarlo. La falta de una dirección revolucionaria con peso de masas va a ser el factor determinante que le permitirá a la burguesía argentina, a sus partidos y sus burócratas sindicales, poco a poco, preparar una salida electoral que descomprima una situación en la que, por muchos meses, la auto organización y la movilización del movimiento de masas dominó la escena política.
Luego, la pesificación asimétrica primero y el boom de las comodities después (que llevó el precio de la tonelada de soja de los 160 dólares de la época de De la Rúa hasta superar los 600 en el mandato de los Kirchner), sumando a la colaboración y/o participación de gran parte del establishment político, le permitieron a la burguesía retomar el control.
Consecuencias de la rebelión
Si la comparamos con la otra gran crisis política que sacudió la Argentina contemporánea, la caída de la dictadura militar luego de su traición a la Guerra de Malvinas de 1982, mientras que aquella revolución liquidó al régimen dictatorial abriendo una etapa democrático-burguesa apoyada en el bipartidis-mo del PJ y la UCR, la crisis del «Argentinazo» puso en vilo a todo ese andamiaje. El «que se vayan todos…» dejó una huella profunda y a partir de allí nada volvió a ser como entonces.
El radicalismo se hundió históricamente como alternativa de poder y el PJ quedó muy mal herido. La imposibilidad de Duhalde de sostenerse y la aparición del kirchnerismo como una variante distinta del viejo PJ, una suerte de centroizquierda «nacional y popular» reciclada que renegaba de sus orígenes pejotistas, son claras muestras de lo acontecido. El propio Cambiemos que, con el sostén del aparato nacional de la UCR pudo hacerse del gobierno ante la crisis K, es un engendro propio de estos cambios.
En definitiva, si una huella profunda dejó el 19 y 20 de diciembre del 2001 fue la desaparición de los viejos partidos tal cual se conocían y el surgimiento de estructuras mucho más débiles, fundamentalmente por la pérdida de arraigo en su base histórica popular.
¿El PJ siempre se rearma?
La falta de una alternativa revolucionaria de masas le ha permitido al maltrecho régimen político maniobrar y superar picos agudos de la crisis, como las que logró sortear Macri con el apoyo de la «oposición» política de los que ahora integran el Frente de Todos y la burocracia sindical. Así el régimen político pudo canalizar el enorme descontento hacia la trampa del voto útil a la fórmula de F&F.
Sobre el triunfo electoral se monta una campaña destinada a «embellecer» la capacidad de resurgimiento del PJ, un partido fragmentado durante estos años, que luego de fracasar en su intento de crear una tercera opción optó por aceptar una confluencia con las huestes de Cristina, en una coalición de pedazos residuales de varios sectores que aún tiene que pasar la prueba de enfrentar y doblegar a los trabajadores, en su tarea de lograr imponer las condiciones que requieren los negocios capitalistas.
El país atraviesa una enorme crisis estructural: 40% de pobreza, una deuda impagable casi tan grande como el PBI, recesión en la industria y alta desocupación, retroceso del PBI, disputa feroz por la plusvalía mundial entre las potencias imperialistas, un riesgo país del 2.000%. Un cuadro económico y social que recuerda a muchas cosas que llevaron a la crisis que derivó en el estallido del 2001.
El otro dato es que nuestros trabajadores, nuestras mujeres, nuestros jóvenes, no han dejado nunca de pelear, ni soportan una derrota histórica sobre sus hombros. Apenas algunas batallas tácticas perdidas que no cuentan en las horas decisivas. Latinoamérica, la nueva situación de luchas en el mundo, corren como un río subterráneo, bajo una situación de aparente calma, que no va a durar mucho.
Sin la construcción de una alternativa de masas de la izquierda revolucionaria, nuevas y profundas crisis van a terminar, más tarde o más temprano, en ser nuevamente canalizadas hacia distintas variantes políticas patronales, cada vez más frágiles en la medida que no puedan infligir derrotas contundentes a los trabajadores. Lo que abre cada vez más posibilidades para que la izquierda se postule y crezca en las luchas y los procesos políticos.
Desde el MST en el FIT-U nos preparamos para profundizar nuestra intervención, sacando las conclusiones necesarias de las experiencias del pasado y el aprendizaje de las luchas del presente, para contribuir a que la izquierda se construya como una alternativa real para millones. Esta es la tarea que esa enorme gesta nos dejó planteada.
Gustavo Giménez
(1) Publicado en Correspondencia Internacional N° 17, enero 2002.