En el mundo laboral, las mujeres cumplimos tareas muy ligadas a nuestro rol social de género. Defendamos nuestros derechos,
cuestionemos la doble carga que vivimos y organicémonos para que todo nuestro trabajo sea reconocido y valorado.
Escribe: Jeanette Cisneros
A lo largo de la historia, las tareas de cuidado fueron variando con el tipo de familia y organización social. Lo que no cambió es que esas tareas, en su gran mayoría, siempre las hacemos las mujeres. Somos las responsables del cuidado en muchos sentidos: criar a las nuevas generaciones, mantener bien alimentado a todo el núcleo familiar, preservar su salud, limpiar la casa, lavar
la ropa y un largo etcétera.
El último informe oficial al respecto es de septiembre de 2020: «el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado (TDCNR) representa un 15,9% del PIB y es el sector de mayor aporte en toda la
economía, seguido por la industria (13,2%) y el comercio (13%). En total, se calcula que se trata de un aporte de $ 4.001.047 millones de pesos, valor que resulta de monetizar la gran cantidad de
tareas domésticas que se realizan en todos los hogares, todos los días»1. De todas esas labores, el 75% lo hacemos mujeres.
Esta realidad impacta a nivel laboral.
Que el principal aporte a la economía sea gratuito y casi sin cobertura social perjudica el reconocimiento salarial, profesional y social de las trabajadoras que hacemos esas mismas tareas pero en relación de dependencia, ya que son vistas como una extensión de las tareas de cuidado. Y lo mismo en cuanto al trabajo en casas particulares (antes servicio doméstico), el más precarizado: sobre 1,4 millón en total, el 98,3% son mujeres y casi la mitad son jefas de hogar(2).
En lo salarial se repite la desigualdad: nuestros ingresos promedio son un 27% menores al considerarse complementarios al del principal sostén del hogar (PSH), que se supone varón. En realidad,
«del total de hogares argentinos, el 36% tiene una mujer como PSH, pero existen fuertes heterogeneidades: en el 10% más rico de la población, solo 1 de cada 4 hogares tiene una mujer como PSH; en cambio, en el 10% de ingresos más bajos, ellas encabezan el 55% de los hogares»3. A más pobreza, más carga sobre la mujer.
De brujas quemadas a enfermeras desvalorizadas
A medida que se sucedieron los distintos sistemas económico-sociales, las tareas de cuidado fueron teniendo su lugar en el ámbito público.
Por ejemplo, en el mundo medieval, el surgimiento de la medicina moderna se da en medio de la persecución, cacería y quema de «curanderas». La atención de salud eran consultas a matronas y curanderas del pueblo, con saberes sobre herboristería y otros, que pasaban a sus hijas y nietas. La Iglesia empezó a atender la salud de los reyes y nobles, para luego ampliarla a la burguesía
a partir de mercantilizar la medicina.
Al comienzo lo hacían monjes, que en los monasterios accedían a algo de educación, ya que sabían poco de medicina porque por décadas habían destruido libros de otras culturas y se prohibía estudiar el cuerpo humano. La atención al inicio era más un acto de fe que de ciencia, con rezos, confesión a «pecadores» por entender la enfermedad como castigo divino, y realizar sangrías, entre otras prácticas que solían agravar las dolencias. Los partos siguieron más tiempo a cargo de matronas y parteras, hasta que al surgir los hospitales se inicia la hospitalización obligatoria del parto.
Ya en el capitalismo, la enfermería surge como brazo de cuidado de los ejércitos. Las guerras y Estados beneficiados por la gratuidad de las tareas de cuidado asignan a las mujeres el dedicar su vida a atender a los enfermos, heridos y necesitados. Tal fue el caso de Florence Nightingale: habiendo recibido «un llamado de Dios para hacer el bien», con el lema del cuidado y la entrega, intervino en la Guerra de Crimea y a partir de su experiencia creó la primera escuela laica de enfermería, en Londres, en 1860.
Los vestigios de la antigua persecución y genocidio de mujeres que se dedicaban a tareas de cuidado en la salud, su desprestigio y la mercantilización de la medicina son las bases del modelo médico-hegemónico mercantilista, patologizante, farmacologizante, que fragmenta los cuerpos en especialidades y desvaloriza la enfermería. Hoy ese modelo está en clara decadencia frente al proceso saludenfermedad- atención centrado en el/la paciente, su familia y la comunidad, con una visión holística, integral, y por ende con un equipo interdisciplinario de salud.
La enfermería es una profesión muy feminizada y por eso aún hoy sigue luchando contra el escaso reconocimiento profesional, salarial y laboral.
De la docencia y otras «vocaciones» La docencia como tal surge aquí hacia fines del siglo XIX. Según el emblema de la educación argentina, Sarmiento, las maestras debían cobrar la mitad porque eran mujeres ociosas que iban a ser felices de salir de sus hogares(4) y el «contrato de señoritas» les prohibía fumar, casarse y acercarse a cualquier hombre que no fuera un familiar…
El desarrollo local de esta profesión culminó con las escuelas normales y la formación orientada a la sociedad capitalista y patriarcal, para también cuidar y contener a les niñes durante el proceso de enseñanza. Formar parte del desarrollo histórico de les estudiantes y a la vez ser tutoras/es durante buena parte de la jornada laboral de sus padres y madres es también un rol feminizado.
Así lo expresa la proporción decreciente entre docentes mujeres y varones a medida que la educación adquiere un rol más formador que cuidador.
Enfermería, docencia, casas particulares, en este tipo de tareas de cuidado trabajamos las mujeres fuera del hogar, con la precarización y desvalorización de las mismas como moneda corriente. Y si nos reclamamos nuestros derechos, aparecen los reproches por «falta de vocación», «abandonar a los pacientes» o «tomar a los alumnos de rehenes». Rechazar esas categorías, y comprender que son tareas sociales que merecen salarios y condiciones laborales dignas o de las cuales debería hacerse cargo el Estado(5), nos va a permitir afrontar mejores las presiones que enfrentamos.
En la división sexual del trabajo que impone este sistema, la inclusión de las mujeres y disidencias se produce adaptando e invisibilizando el valor de las tareas de cuidado, crianza, limpieza, lo
que nos encierra en las llamadas paredes de cristal, que no se ven pero dificultan el cambio de labor. En los empleos también se reproduce el techo de cristal, que establece qué cargos podemos
ocupar o no. Un ejemplo es el de las enfermeras porteñas, ya que el gobierno con su modelo médico-hegemónico aún vigente las considera empleadas administrativas y no parte de la carrera profesional de salud. A su vez, la desigualdad de género también se expresa en que gremios de mayoría femenina tienen al frente a dirigentes varones.
Ni explotación de clase ni opresión de género
Las mujeres de la clase trabajadora sufrimos en nuestros cuerpos el peso del patriarcado capitalista, que asimismo incluye las lacras del acoso laboral y sexual, en general por parte de los jefes o
capataces. Para enfrentar todo esto no alcanza con un Ministerio de Mujeres que hace muchos discursos, pero se limita a regular algún magro subsidio social.
Las enfermeras que exigen su reconocimiento salarial y profesional junto al equipo de salud, las docentes que salen a la lucha, las conductoras de colectivos que cortan los accesos junto a sus compañeros choferes, las desocupadas que se movilizan por trabajo digno y comida para los comedores, todas las trabajadoras, en sus empleos o en su hogar, con unidad y movilización, somos las que podemos transformar este presente y abrir el futuro.
A todas ellas las invitamos a sumarse a nuestras agrupaciones sindicales y a nuestro partido para combatir a este sistema capitalista y patriarcal, padre de la explotación, la opresión y todas las
violencias.